Entre el 22 de mayo y el 12 de julio de 1984, cinco argentinos cruzaron el Atlántico en una rudimentaria balsa de troncos a vela, sin timón ni motor, y que era una réplica de las utilizadas hace 3500 años. Recorrieron 3200 millas náuticas (casi 5930 kilómetros) entre Santa Cruz de Tenerife, España, y La Guaira, Venezuela, y demostraron que los navegantes africanos, conducidos por corrientes marinas, pudieron haber llegado a América 35 siglos antes que Cristóbal Colón.
Muchos antropólogos e historiadores se preguntaron cómo se habían esculpido y de dónde procedían las colosales cabezas olmecas halladas en México, algunas de ellas con los típicos e inequívocos rasgos de los pueblos africanos y que, tras las pruebas de carbono 14 a las que fueron sometidas, se determinó que su antigüedad data de unos 1500 años AC.
Por ello, hubo alguien que elaboró la teoría de que hubo poblaciones africanas que, en esa época, navegaron hasta el continente americano y llegaron al mismo.
Hace unos 3500 años, distintas mercaderías y alimentos eran transportados en balsas por las costas africanas. Según la tradición oral que fue trasmitiéndose durante siglos, algunas fueron arrastradas hacia el océano –en medio de temporales– y, siguiendo las corrientes marinas, algunas de ellas podrían haber llegado al golfo de México.
Ese alguien es “un expedicionario” –como se define– y que, además, es buzo, timonel de yates a vela y motor, piloto de planeador, radioaficionado, fotógrafo y cuarta generación de una familia de abogados de Dolores, provincia de Buenos Aires, donde nació el 20 de febrero de 1949.
No solo eso: a lo largo de su prolífica vida, también haría cumbre en el Aconcagua (1991), cruzaría la Cordillera de los Andes en globo (1993), ascendería al Kilimanjaro, en África (1995), y surcaría el Caribe en kayak, desde Venezuela a Puerto Rico (1999).
Y, finalmente, ese alguien reescribiría la historia ya que, en 1984, demostraría que navegantes africanos pudieron haber llegado a América 3500 años antes de que lo hiciera Cristóbal Colón.
Ese alguien es Alfredo Barragán, el capitán de la increíble (y muy peligrosa) Expedición Atlantis que, a la fecha, nadie se atrevió a repetir.
La idea de una travesía inédita
A principios de 1980, Barragán sorprendió a varios miembros del Centro de Actividades Deportivas, Exploración e Investigación (CADEI), que había creado en 1975 y que reúne a un grupo de deportistas amateurs con los cuales ya había realizado distintas travesías.
“Quiero cruzar el Atlántico en una balsa”, tiró mientras cenaban en Mar del Plata. ”Yo voy”, dijo Jorge Iriberri, un experto buceador y que conocía a Barragán desde la época de estudiantes de Derecho en La Plata, mientras que los otros comensales guardaron silencio al considerar que, la idea, era extremadamente arriesgada.
Para plantear tamaño desafío, Barragán se había inspirado en el explorador y biólogo noruego Thor Heyerdahl, quien encabezó la expedición Kon-tiki en 1947, que navegó por el Pacífico en una balsa construida con troncos, materiales naturales, con timón y remos.
Cubrió 3780 millas náuticas (unos 7000 kilómetros) en 101 días, desde Perú hasta el archipiélago Tuamotu, para demostrar que era perfectamente posible que los habitantes de América del Sur se hubieran establecido en las islas de la Polinesia Francesa.
Con el correr de los días, el desafío cobró cada vez más fuerza y, así, quedó definida la tripulación que intentaría cruzar el Atlántico, con Barragán como capitán de la embarcación; Iriberri (un comerciante que además es abogado, y que actuó como segundo al mando); el también comerciante Oscar Horacio Giaccaglia (cocinero de la expedición); el camarógrafo de ATC (Argentina Televisora Color, actual Televisión Pública) Félix Chango Arrieta (que grabó todo el viaje), y el ingeniero agrónomo Daniel Sánchez Magariños (encargado de la navegación astronómica, mediante un sextante, una brújula y cartas náuticas, en una época donde no había GPS).
Y, otro aspecto clave, fue que no aceptaron logos ni sponsors (que ofrecieron su apoyo, a cambio de publicitar distintos productos o marcas). Absolutamente todo fue a pulmón.
La minuciosa preparación
La Expedición Atlantis –como se bautizó el osado proyecto– era mucho más difícil que la Kon-tiki: la balsa no tendría quilla, timón, ni remos. Y, para que la precaria embarcación se pareciera lo máximo posible a las originales, Barragán, Arrieta e Iriberri viajaron en septiembre de 1983 a Guayaquil, Ecuador, en busca de los árboles de balsa “tipo hembra” y libres de corazón de agua (que facilitarían la flotación) y servirían para la construcción de la embarcación.
La tarea no fue fácil y tuvieron que internarse en la selva durante 42 días –acompañados por aborígenes, quienes oficiaron de guías– para dar con estos árboles, iguales a los que hace 35 siglos crecían en la selva africana.
En total, trajeron al país –vía marítima– 20 troncos de 18 metros de largo cada uno, y 6000 metros de cuerda vegetal.
Tras una serie de trabajos que se realizaron en Astillero Naval Federico Contessi de Mar del Plata, donde acondicionaron los materiales con los que volvieron de Ecuador, junto con otros que también emplearían en la fabricación de la balsa, partieron hacia Santa Cruz de Tenerife, en las Islas Canarias, donde se completó la construcción de la Atlantis, que no tenía piezas de metal, ya que su estructura no contaba ni con un solo clavo.
Y esto tenía que ver con la parte científica del viaje: demostrar que las corrientes, que según los cálculos de Barragán –quien se dedicó cuatro años a estudiar las mismas, junto con los vientos y mareas del Atlántico– pasaban por el sur de España y podían llevar todo lo que flotara hasta América.
La embarcación se construyó con nueve troncos de madera balsa, cuatro troncos de mangle (una especie muy tolerante a la salinidad del mar), cañas de bambú, que se sujetaron con 6000 metros de cuerdas vegetales, y medía 13,6 metros de largo por 5,8 de ancho.
Asimismo, tenía un mástil bípode de 11 metros de altura, una percha que sostuviera la vela –que donó el buque insignia de nuestra Armada, la Fragata Libertad–, decorada por el artista plástico canario Juan Galarza, donde dibujó el sol y la cruz de los vientos, que representan la vida y la libertad, y una pequeña choza de bambú con techo de paja.
Y, por supuesto, en su popa ondearía la bandera argentina.
Cargaron 1300 kilos de alimentos (la mayoría eran fideos, arroz, salchichas y albóndigas enlatadas, que se cocinarían en un pequeño anafe, para lo que también llevaron dos tubos de 45 kilos de gas cada uno), 1200 litros de agua (envasados en 60 bidones), una radio VHF (donada por el velero Fortuna, la nave de regatas de la Armada nacional), un botiquín quirúrgico, una brújula, un sextante, cartas marinas, cámaras de video y fotográficas y, en total, el peso de la embarcación era de 14 toneladas.
¿Y cómo harían sus necesidades? Un balde atado a una cuerda fue el improvisado baño de los expedicionarios que, además, eran conscientes del muy alto riesgo que correrían si se caían al mar, ya que la balsa no tenía timón para virar o retroceder, y no se detendría (valga reiterarlo, iría a la deriva, donde el viento y las corrientes la llevaran): ante este escenario, la embarcación arrastraba dos cuerdas de 70 metros cada una, con nudos, de las que podrían aferrarse quienes se cayeran de la balsa.
Y algo quedó bien claro antes de partir: “De ninguna manera un tripulante debía arrojarse para rescatarlo, porque era preferible perder un hombre y no dos”, reveló Barragán.
Por otra parte y, para reducir los riesgos al mínimo, todos se extirparon los apéndices y se embarcaron con sus dentaduras en inmejorables condiciones.
Rumbo a hacer historia
“Eran las 22.10 del (martes) 22 de mayo de 1984. Volví la cabeza para mirar a todos por última vez, le hice un guiño a alguien y bajé la escalera como en una nube. Interrogué a mi gente con la mirada. Sonrieron. Hice señas al remolcador, que comenzó a tensar el cable. Soltamos las amarras. Retuve el último cabo (cuerda) en mi derecha. A las 23.15, lo arrojé al aire y con la misma mano en alto indiqué: «¡Adelante!» Pitó el remolcador. Lentamente, Atlantis se alejó del muelle. No he visto nada más parecido a un sueño”, detallaría Barragán sobre el momento que la precaria balsa partió desde el puerto de Santa Cruz de Tenerife.
En los primeros días de navegación se encontraron con olas de 4 a 6 metros de altura. La balsa avanzó por la corriente denominada Canarias que, en su trayecto, va cambiando de nombre, por lo que pasa a llamarse Norecuatorial y Ecuatorial.
“Estábamos fuera de las rutas comerciales. Vimos un barco al tercer día y, el otro, 46 días más tarde. El resto (del viaje), solitos, mar y cielo”, resaltó el capitán.
A los tres días de partir, el Chango Arrieta le confesó a Barragán ¡que no sabía nadar! y, por ello, cada vez que le tocó hacer guardia, lo hizo atado al mástil.
“Nos habíamos olvidado el protector solar, que era fundamental”, rememoraría el capitán. “Nos empezamos a quemar los empeines, los muslos, los hombros, la cara... Un día, cortando un salamín, noté que mi piel reseca absorbía la grasa que aquel tenía. Entonces, nos pusimos esa grasa en los hombros, en la cara, y la guardamos en un frasco para usarla como crema humectante. Olíamos como chanchos, pero zafamos”, agregó entre risas.
Durante la travesía –en la que, por más raro que parezca, solo una vez lograron pescar algo para comer–, debieron sortear dos fuertes tormentas, con olas de más de 8 metros y vientos superiores a los 70 km/h.
La primera duró dos días, se presentó a las dos semanas de la partida y, durante la misma, el Chango Arrieta se dobló un tobillo: para inmovilizar el mismo, improvisaron una rudimentaria bota de caña.
La otra llegó casi al final del viaje, cuando ya se había recorrido la mayor parte del itinerario. En esta ocasión, varias ligaduras se soltaron, los troncos crujieron como nunca antes, la vela debió ser arriada, y todos se ataron a la nave hasta que la tempestad amainó.
Si bien Sánchez Magariños realizaba a diario las mediciones para fijar la posición en el océano, los datos no eran completamente fidedignos y, algunas veces, pudieron determinar su ubicación con los datos suministrados por algunos barcos con los que tomaron contacto radial.
“Nunca supimos nuestro verdadero rumbo; lo intuíamos y nos guiábamos por las estrellas. Esta incertidumbre nos acompañó siempre”, apuntó Barragán.
A los 40 días, aparecieron las primeras señales de que estaban cerca de tierra firme: divisaron ramas y manchas de aceite. Y, en el día 49, una nueva comunicación radial con un barco los hizo gritar de alegría:
—¿Son la balsa que zarpó de Tenerife? —le preguntaron.
—Sí. Necesitamos saber nuestra ubicación —respondieron.
—Están a 10 millas (18,5 kilómetros) de la isla Los Testigos, en Venezuela. ¡Bienvenidos a América! —fue el dato que tanto esperaron recibir.
Los cinco expedicionarios se fundieron en un fuerte abrazo. Lo que parecía una completa locura, ¡se había hecho realidad!
En la mañana del jueves 12 de julio, miles de personas se agolparon en el puerto de La Guaira, a 30 kilómetros de Caracas, para darles un cálido y largamente merecido recibimiento. “Todos los barcos hacían sonar sus sirenas saludando nuestra balsa”, recordó Jorge Iriberri.
Habían pasado 52 días en la más absoluta soledad en el mar abierto, donde recorrieron 3200 millas náuticas (casi 5930 kilómetros), a un promedio de 62 millas diarias (unos 115 kilómetros) o, dicho de otra manera, unos 2,5 kilómetros por hora.
“Nunca tuvimos miedo. Elegí cuatro románticos, enamorados de esta idea. Siempre supe que llegaríamos”, se enorgulleció el capitán de la expedición. Y, sobre el espíritu amateur de quienes emprendieron el viaje, sin patrocinio alguno, agregó: “Es la obra maestra, es inmaculada y perfecta, una invitación al hombre a creer en sí mismo”.
La teoría de Barragán fue ampliamente comprobada. Y es más: de la ruta que trazó en la planificación de la travesía, solo se desvió 25 millas náuticas (unos 46 kilómetros) del punto de destino. Realmente, extraordinario.
El imborrable legado
La inédita expedición y la hazaña lograda, asombró al mundo entero. Con el apoyo de las imágenes grabadas en el viaje, se filmó una película –cuyo director fue Barragán– que se estrenó en 1985, fue traducida a seis idiomas y vista por un millón de espectadores y, a la fecha, es el filme argentino más visto de la historia.
Esta película recibió innumerables premios y distinciones, incluso uno de la Academia de Hollywood.
En el mediodía del domingo 2 de noviembre de 2014 –año en el que se cumplieron tres décadas de la proeza– y, a la altura del Cabo Corrientes de Mar del Plata, se inauguró un monumento alegórico a la expedición.
Asimismo, la balsa se encuentra actualmente en Dolores, donde se conserva y se exhibe, y es una de las máximas atracciones de dicha ciudad.
En 2017 se publicó un libro que relata todas las peripecias de la travesía que, más de cuatro décadas después, continúa despertando enorme admiración en todo el mundo.
“Habíamos alcanzado un sueño. Considerando las corrientes y los vientos, estimamos que tardaríamos entre 50 y 60 días en llegar, y no nos equivocamos, fueron 52. Pero durante esos 52 días estuvimos solos, nunca estuvimos tan desnudos y jamás fuimos tan poderosos. No había fuerza en la Tierra que nos disuadiera de este sueño. Atlantis fue y es una invitación al hombre en creer en sí mismo. Es la prueba de que no hay imposibles si se lucha con convicción, planificación y perseverancia, en pos de un objetivo noble y bello”, fue el resumen de Alfredo Barragán sobre la extraordinaria aventura.
Y, como el propio capitán dijo apenas llegó a La Guaira, en una frase que ya es inmortal: “Que el hombre sepa que el hombre puede”.
¡Y vaya que los miembros de Expedición Atlantis pudieron!
FUENTE: AIRE DIGITAL